lunes, 26 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 17

Capítulo 17
Atado, amordazado y...




Llegó al hotel y entró en el bar. En una mesa, sentado, solo, estaba Red, una botella de whisky y un vaso medio lleno daban buena cuenta de su estado, de su lamentable estado.
– Red, no deberías beber tanto.
Los pequeños ojos negros del vaquero de la cara marcada se clavaron en los ojos verdosos de su joven jefe.
– Yo bebo lo que me da la gana.
Sabía Johnyboy de la tendencia a la bebida de este tipo que ahora apuraba el vaso, y de la necesidad que tenía de que se mantuviera sobrio aquel día, pues tenía claro que aquella noche llevaría a cabo su plan.
– Venga, deja ya de beber– le conminó mientras agarraba la botella y la apartaba.
– Dámela.
– Es mejor que no, Red, y tú lo sabes.
– Dámela.
– Red, es mejor que...
Pero no pudo terminar la frase. Ya el vaquero de la cicatriz en la cara se había puesto de pie y lo apuntaba con su pistola. Todos los que estaban en el local dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Detrás de la barra, el joven Len sentía cómo el corazón se le iba a salir del pecho.
– No hagas una tontería, Red– dijo Johnyboy.
– Dámela– respondió Red.
– Como quieras.
Y diciendo esto volvió a dejar la botella en la mesa.
– Y ahora lárgate, quiero estar solo.
Johnyboy se levantó y se alejó de allí, no es que le tuviera miedo a Red, es que se conocía bien y sabía que si se quedaba un segundo más, su compañero acabaría en el suelo con todo el plomo que su pistola contenía. Al pasar junto al mostrador, sus ojos chocaron con los ojos del joven indio, en los que se trazaba un gesto de agradecimiento.
Subió por las escaleras, para dirigirse a su habitación, a ver si la lectura del nuevo libro que le había prestado el hijo de Mr. Bradbury lo tranquilizaba, cuando de una de las puertas de la primera planta vio salir a Paul, quien estaba terminándose de abrochar los pantalones. Se sorprendió Johnyboy de encontrarse a su otro compañero, pero más se sorprendió cuando vio quién salió después de este, no era otra que Jacqueline, quien al ver al joven vaquero bajó la mirada. Siguió subiendo Johnyboy, abrió la puerta de la habitación y de un salto se tiró en la cama. Sacó el libro del bolsillo y empezó a leer.
Al momento llegó Paul, se sorprendió al ver a Johnyboy, tirado en la cama, leyendo un libro.
– Vaya, no sabía yo de tu afición por la lectura– comentó.
Johnyboy levantó la vista del libro.
– Parece que no soy el único que oculta algo– contestó.
No dijo nada Paul, sabía a qué se refería Johnyboy con aquel comentario. Se dirigió a su cama, se quitó la ropa hasta quedarse solo con aquellos largos calzoncillos y se tiró sobre las sábanas revueltas que había dejado Red. Tenía ganas de dormir, pues durante la noche no había pegado ojo, tan entretenido lo mantuvo Jacqueline. Los ojos se le cerraban pero la visión del abultamiento de la entrepierna de su joven jefe se lo impedía.
Aquel libro, Ovejas negras, estaba produciendo en el joven los mismos efectos que el que había leído la noche anterior. Así que, dándole la espalda a Paul, Johnyboy se abrió la bragueta, sacó su polla y empezó a meneársela. Por una parte estaba caliente, el libro lo había excitado, pero por otra parte también estaba muy cabreado, muy cabreado con Red y su actitud, actitud que podía echar a perder todo el plan. Siguió dándole al manubrio, con más empeño que ganas, la verdad, hasta que al fin se corrió, no mucho, pues no hacía ni una hora que se había vaciado casi entero en el jugoso culo de Frank Bradbury. Un hondo suspiro salió de su boca.
Paul había seguido toda la maniobra de su joven jefe, y a pesar de que se había sacado su polla y había intentado seguir el ritmo de Johnyboy, al final el sueño lo había vencido. Ahora roncaba apaciblemente, su rechoncho cuerpo extendido sobre las sábanas; de la bragueta del calzoncillo asomaba una polla gruesa y corta que poco a poco se iba encogiendo.
Mientras tanto, en el bar del hotel, sentado en una mesa, Red seguía bebiendo y ya se le notaban los efectos del alcohol. Su mirada tensa perseguía los movimientos del joven Len, ocupado en sus tareas de camarero, consciente pero indiferente a la mirada del vaquero de la cara marcada. Se abrió la puerta batiente que comunicaba el hotel con el local y aparecieron dos tipos, uno de ellos era el vaquero de la cicatriz en el cuello, cicatriz que ahora tapaba con el pañuelo rojo, junto a él caminaba otro tipo, otro vaquero, la cara marcada por un severo acné. Al ver a Red sentado en la mesa, el del pañuelo rojo le dio un golpe en el brazo. Siguieron andando y se sentaron en una mesa vecina a la de Red, pidieron una botella de whisky y empezaron a beber, sus ojos fijos en el rostro de Red, que seguía bebiendo.
– ¿Quép coniio miráis?– preguntó Red ya un poco harto de la persistencia de aquellas miradas.
– ¿Pasa algo, vaquero?– contestó el tipo de la viruela.
– Passsa que no pe guuta que mep miren– respondió Red arrastrando las palabras.
– Este es un país libre y uno puede mirar donde quiera.
– Síp, ya sép que a tu companiero lep gusta mucho mirar...
– ¿Qué estás insinuando, vaquero?– preguntó ahora el tipo del pañuelo rojo.
– Digooo que ya sep que tep guuta mucho mirar, pueno, eso y otrap cossa...– dijo Red apurando su enésimo vaso de whisky momento que aprovechó el tipo de la cara picada para arrearle un golpe en la cabeza con la botella.
Len, que en ese momento estaba de espaldas, se giró al oír el ruido de cristales rotos.
– No, pasa nada, muchacho– dijo el vaquero del pañuelo al cuello–. El tipo se ha desmayado.
Len no podía ver nada pues estaba detrás del mostrador, hizo un intento de salir pero el tipo volvió a hablar.
– No te preocupes, chaval, ya nos ocupamos nosotros de él, lo conocemos, es uno de los tipos que van con ese vaquero del bigote rubio, los de la habitación al lado de la nuestra.
Cogieron entre los dos a Red y lo sacaron del bar por la puerta que comunicaba con el hotel, subieron rápidamente las escaleras y lo metieron en su habitación, tirándolo al suelo. Red no se daba cuenta de nada, el golpe lo había dejado k.o.
– Venga, Norman, saca las cuerdas– dijo el tipo del pañuelo colorado.
Mientras su compañero iba a por las cuerdas, el otro empezó a desnudar a Red.
– Aquí tienes, Oswald.
Red estaba ya completamente desnudo; su larga y oscura culebra caía lacia entre sus recios muslos.
– Ve atándolo– conminó Oswald al tipo de la cara picada, mientras se bajaba los pantalones, se sacaba el rabo y empezaba a meneárselo.
Norman fue pasando la áspera cuerda por el cuerpo de Red, apretándola y entrelazándola por los recios aunque desmayados miembros del vaquero de la cicatriz en la cara, quien afortunadamente no se daba cuenta de nada.
Una vez que estuvo completamente inmovilizado, Oswald, que ya presentaba una importante erección, le dijo al vaquero de la cara picada que pusiera a Red boca abajo. Le dio la vuelta este y Oswald se tumbó encima, empezándose a frotar contra las cachas distendidas de Red.
Norman al ver lo que su compañero estaba haciendo, se sacó su polla, se arrodilló junto a la cara de Red y empezó a meneársela.
Seguía frotándose con insistencia Oswald, pasando su verga hinchada sobre la raja del culo de Red, mientras su compañero Norman no dejaba de mirar y de pajearse a su vez. Empezó Oswald a correrse, un reguero de líquido blanco sobre el velludo culo del vaquero de la cara cruzada, visión que provocó que también Norman se viniera sobre la boca entreabierta e inconsciente de Red.
Se levantaron los dos del suelo y chocaron sus aún chorreantes pollas, mientras sus bocas se fundían en un húmedo beso.
– El señor Brighton se va a poner muy contento, Oswald.
– Sí, muy contento, Norman
Y diciendo esto se tiraron en la cama, dejando a Red en el suelo, desnudo, atado, y posiblemente algo escocido.
Los diez capítulos restantes continúan en
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jueves, 22 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 16

Capítulo 16
La marca de un buen recuerdo




Allí, en la puerta, estaba el joven Len, con un escueto calzón por toda vestimenta. No dijo nada, no hacía falta, tal como había abierto la puerta, la cerró detrás de sí.
– ¡Estos putos indios!– exclamó el tipo de la cicatriz en el cuello.
Red le echó una mirada y su mano izquierda agarró con fuerza lo que aún seguía tieso entre los muslos del tipo, retorciéndole los encogidos huevos con toda la fuerza de que fue capaz. Cayó el sujeto al suelo entre gritos de dolor. Red salió de la bañera, el agua se escurría por su pie desnudo, un pie que apretaba ahora el cuello del vaquero.
– ¿No decías que algo tendría que hacer?
Presionó ligeramente el pie y descargó con el otro una patada allí donde más parecía retorcerse el otro. Tomó una toalla, recogió del suelo los sedosos calzones y dando un portazo salió del baño.
Cuando llegó a la habitación, Johnyboy ya se había despertado.
– Vaya cara que traes– comentó al ver aparecer a Red, quien no contestó nada. Se limitó a irse hacia la cama, mientras empezaba a secarse de espaldas a su joven jefe. Los ojos de Johnyboy se fijaron en aquel cuerpo apretado y moreno, y en aquel culo de cachas tan estrechas. En esa visión se recreó un rato hasta que la tela blanca de unos sedosos calzones le impidió seguir disfrutando de tamaña vista.
– Te espero abajo– le dijo Red antes de salir una vez vestido.
– No, no me esperes. Tengo un último asunto que resolver.
Salió pues el vaquero de la cara marcada, dejando en la habitación a un Johnyboy turbado aún por la visión del culo de su compañero.
*****
Al salir a la calle, se sorprendió Johnyboy de la animación que había. Aquella ciudad nunca paraba. Carros con mercancías y diligencias cruzaban la polvorienta calle, mujeres arregladas evitaban el paso de los caballos, pistoleros apostados en las paredes de los bares, con sombreros calados hasta los ojos, atentos a lo que solo ellos sabían, chicos que portaban libros atados con cuerdas, marchando hacia la escuela, un auténtico enjambre de seres humanos como laboriosas hormigas, cada uno cumpliendo con su trabajo.
Respiró hondo Johnyboy el fresco aire de la mañana y con paso decidido se acercó a la sucursal bancaria, donde esperaba conseguir lo único que le faltaba para llevar a cabo su plan. En un bolsillo trasero del pantalón, el libro que la noche anterior le había prestado Mr. Bradbury y que él había logrado terminar aquella misma noche, después de mucha lectura y alguna que otra paja. Le había sorprendido la historia que el libro narraba, no sabía él que ese tipo de historias se pudieran escribir. Al fin había dado con un libro que contaba la otra realidad del oeste.
Entró en la sucursal del banco, donde no había mucha gente. Vio las tres ventanillas abiertas, atendidas por un par de hombres calvos y por una chica. Se acercó a la chica, se presentó y solicitó ver al director de la sucursal, Mr. Bradbury. La chica, embelesada por el encanto de aquella sonrisa que se dibujaba debajo de aquel fino bigote rubio, le contestó que Mr. Bradbury no se encontraba en su oficina, que quien estaba allí era el joven abogado Frank Bradbury, hijo de Mr. Bradbury, y que si era tan amable de esperar un minuto ella se podía acercar a preguntarle si lo podía atender. Contestó Johnyboy que no le importaba que lo atendiera el hijo y que fuera a preguntar. Regresó al minuto la chica y le dijo que el abogado le atendería, echándose a un lado para que el joven jinete pasara. No se le escapó a Johnyboy el roce de los pechos de la chica sobre su torso cuando se cruzaron, y solo por eso le regaló otra de sus encantadoras sonrisas.
Llamó a la puerta del despacho.
– Entre– exclamó Frank Bradbury, a quien el anuncio de la presencia del joven vaquero le había provocado cierto nerviosismo.
Entró Johnyboy y se encontró con el hijo de Mr. Bradbury. Frank se había puesto de pie y ahora extendía una mano delgada y blanca. Se acercó Johnyboy y estrechó la cuidada mano, apretándola quizás un poco más de la cuenta. El joven abogado percibió de nuevo otra vez aquel estremecimiento que ya había sentido el día anterior.
– Siéntese.
Johnyboy, antes de sentarse, sacó el libro que llevaba en el pantalón trasero y lo dejó en la mesa. Los ojos de Frank se posaron sobre la cubierta, y Johnyboy se dio cuenta de que la nuez de este subía y bajaba en una rápida oscilación y que un cierto rubor se había dibujado en el rostro del letrado.
– Vengo a devolverle esto a tu padre. Me lo prestó ayer.
– Sí,lo recuerdo– tembló la voz de Frank–, aunque no sabía yo exactamente qué libro le había dejado.
– Pues este es– intervino de nuevo Johnyboy, volviendo a cogerlo entre sus manos.
– Y ¿qué tal? ¿Le ha gustado?
– Mucho– respondió Johnyboy–, no me lo esperaba así. No sé si tú lo has leído...
El rostro del abogado volvió a encenderse.
– Bueno... yo... en fin... y esto debe quedar entre nosotros, sí... lo he leído, cuando era un muchacho...
– ¿Por qué tiene que quedar entre nosotros?– preguntó curioso Johnyboy– ¿Qué malo hay en leer?
– Bueno... verá... estos libros... en fin... mi padre... estos libros no los tiene muy a la vista, no sé si se fijó usted de dónde lo sacó...
– Sí –respondió Johnyboy– de ahí, de la balda que más pegada está al suelo.
– Un sitio incómodo y poco accesible a la vista ¿verdad?– comentó el joven abogado.
En el rosto de Johnyboy se dibujó una sonrisa, aquella sonrisa hizo que algo en el pecho del letrado empezara a revolotear.
– Seguro que tú sabes de otro libro, del mismo estilo que este, que me pudiera gustar.
– Bueno... no sé yo... si es una buena idea... quizás a mi padre no le agrade... no sé yo...
– No tiene por qué enterarse. Puede quedar entre tú y yo– contestó Johnyboy con aquella sonrisa que se esbozaba en su agraciado rostro–. Hay cosas que los hijos no deben contar a los padres...
– De acuerdo –dijo Frank– levantándose de su silla y dirigiéndose a la librería. Johnyboy se levantó también y lo siguió.
El joven abogado, a diferencia de su padre, no se acuclilló, sino que echó medio cuerpo hacia delante, mientras empezaba a remover algunos libros. Johnyboy aprovechó aquella postura para ponerse muy cerca del tipo, tan cerca que ya su cadera rozaba la tela que cubría el culo del joven abogado, quien no fue ajeno a la ligera presión que detrás de sí se estaba produciendo. Sus dedos empezaron a temblar un poco.
– Tal vez este– dijo intentándose incorporar, cosa que no pudo hacer pues el torso de Johnyboy,que se apoyaba sobre su espalda y el rostro que descansaba en su hombro, se lo impedía.
– ¿Ese? ¿de qué va? –preguntó Johnyboy, sus ojos detenidos en el título: Ovejas negras.
– Pues trata– empezó a decir Frank con la voz cada vez más temblorosa– trata de un joven de buena familia... un chico que... bueno... él nunca ha tenido tratos con... vaqueros... y de regreso a la casa familiar... un verano... conoce a un nuevo empleado que acaba de llegar al rancho... un tipo misterioso, con una marca de nacimiento en... en...
Pero no podía continuar, tanta era la excitación que sentía teniendo aquel rostro tan cerca del suyo, aquel cuerpo tan pegado del suyo, y aquella mano, la mano de Johnyboy, que le recorría la raja del culo.
– ¿Aquí?– oyó la voz del vaquero.
Fue oír aquella palabra y desencadenarse todo. Las manos del joven jinete se habían aferrado a su cadera, y ahora tiraban hacia sí, lo que provocó que él quedara aún más inclinado sobre la librería. Con una rapidez que el joven abogado jamás hubiera sospechado, vio cómo sus pantalones y sus sedosos calzones blancos caían al suelo y cómo una mano, algo rasposa pero muy diligente, empezaba a menearle su blanca y ya empinada polla, mientras otra mano le recorría la raja del culo y con dedos igual de rápidos empezaba a separar una carne sonrosada y ardiente.
Los ojos del joven vaquero no fueron ajenos a unas marcas que cruzaban aquella blanca piel, marcas como huellas de un carro que atravesara la nieve. Pero ahora era otro su deseo, y sus dedos curiosos se afanaban en conseguirlo.
– Vaya, parece que esto está bien entrenado– susurró Johnyboy en el oído del joven abogado, haciendo que este volviera a sentir una ola de calor.
Siguió Johnyboy meneando la polla blanca, y trabajando aquel tierno agujero, cuando con el mismo ímpetu se desabrochó la bragueta y extrajo su dispuesto miembro, en cuyo cipote brillaba ya una ligera y pegajosa perla. Sabiendo lo que se le venía encima, el joven abogado colocó un pie en una de las baldas de la librería, a fin de recibir lo que ya había intuido la noche anterior que encerraban aquellos pantalones. No, no se había equivocado, las proporciones de aquel tranco a duras penas lograban encajarse en sus blancas y dispuestas carnes. A eso se puso Johnyboy mientras con una mano seguía meneando el nabo de Frank, a quien la vida parecía írsele, cuando sentía sobre su nuca los suaves bocados que el joven vaquero le daba, casi coincidiendo con cada embestida, embestida que cada vez eran más frenéticas, embestidas que cesaron con una sucesión de temblores, que le quemó las entrañas a la vez que le vaciaba entero, salpicando los lomos de los libros, la madera de la librería y la mano del vaquero que apretaba ahora con turbadora presión sus limpios y colgones huevos.
Cayó rendido sobre los libros el joven abogado y sobre él el jinete que lo había montado, a quien aún algún temblor levemente agitaba. Johnyboy mordía con los labios la oreja de aquel tipo a quien en menos de veinticuatro hora habían cabalgado dos de los vaqueros más buscados de la zona. Las manos rudas de Johnyboy seguían recorriendo el torso del joven abogado, deteniéndose suavemente en su agitado vientre, trazando pequeños círculos mientras le susurraba tiernas palabras en su oído. Frank intentaba girarse buscando los labios del vaquero, hasta que por fin pudo besarlos, al tiempo que aspiraba todo el olor acre que de este se desprendía. Se separó el vaquero no sin antes echar un vistazo a la grupa del caballo, sobre la piel blanca veteada de líneas rojizas aún quedaban restos de la reciente cabalgada; tomó papel secante que había en la mesa y limpió suavemente aquellas muestras de deseo aún calientes. Frank se dejaba hacer, pensando que nunca antes lo habían follado tan salvaje y tan tiernamente a la vez. Johnyboy se cerró la bragueta y se apoyó en la mesa, contemplando cómo el abogado se recomponía las ropas. Estaba este subiéndose los calzones cuando Johnyboy reparó en la delicada tela de que estaban hechos.
– Me gustaría llevármelos... como recuerdo– añadió.
El joven abogado se sorprendió de la petición a la vez que le alegró, pues pensó que aquel gesto confirmaba lo que durante tanto tiempo había estado esperando: un vaquero que escondía un alma sensible, un buen lector y un tipo sentimental, que seguramente le daría buen uso a su prenda.
Frank Bradbury se sacó los calzones y se los alargó a Johnyboy quien en agradecimiento, antes de guardárselos en el bolsillo de su pantalón trasero, los olió.
– Gracias.
Y tomando el libro que estaba en el suelo, salió el joven vaquero del despacho. Los ojos de Frank no podían dejar de mirar el ceñido pantalón de Johnyboy, de uno de cuyos bolsillos asomaba un trozo de blanca tela.
(continuará)

miércoles, 21 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 15

Capítulo 15
No tan temprano para ciertas cosas




Li pasaba un húmedo paño por su terso vientre en un intento de borrar las huellas que la pasión tan reciente había dejado sobre su piel. Tommy lo miraba absorto, sorprendido de la belleza de aquel cuerpo menudo, de aquellas nalgas que tanto placer sabían dar, aunque otra cosa también ocupaba su mente.
– ¿Y qué quería ese tipo?– preguntó
– No lo tengo claro, Tommy. Fue un poco extraño, la verdad. Simplemente me preguntó si éramos muy amigos.
– ¿Muy amigos?
– Sí, eso me preguntó.
– ¿Y tú que le dijiste?
– Pues que sí, que éramos muy amigos– rió el joven mientras se subía los pantalones, se acercaba adonde estaba Tommy y, poniéndose de puntillas, le daba un suave beso.
Respondió Tommy al beso de Li, apretándolo contra sí.
– Venga, vámonos. El señor Anderssen y Heinz se estarán preguntando que por qué tardamos tanto.
Salieron de la casa, montaron en la carreta, y al cabo de unos minutos llegaron adonde estaban Albert y Heinz. Se despidió Li de los tres hombres, no sin antes preguntarles si aquella noche irían a Goodland.
– Quizás nos acerquemos– contestó Albert–. Siempre viene bien darse una vuelta para despejarse un poco.
– Pues a ver si nos vemos– se despidió el joven Li, arreando a su caballo.
Una nube de polvo se fue alejando por el horizonte.
*****
En Dodge City el día también había amanecido radiante. Como era costumbre, el primero en abrir los ojos fue Red, quien se sorprendió de ser el único que dormía en aquella amplia cama. ¿Dónde habría pasado la noche Paul? se preguntó, aunque tampoco le importó mucho, la verdad, es más, se alegró de haber dormido solo, ¡había descansado tan bien! Echó un vistazo a la habitación, en la otra cama dormía Johnyboy, su cuerpo flexible se extendía relajado sobre las blancas sábanas, un brazo colgando fuera de la cama, en el suelo el libro que leía antes de que Red cayera dormido. Algo se agitó en la entrepierna del vaquero de la cara marcada, quien llevándose la mano a aquel lugar pudo comprobar cómo su bicha también se había despertado.
Salió de la cama; su figura compacta, su piel tan oscura, su torso velludo y fibroso, y sobre todo la tela blanca y sedosa que se arqueaba entre sus muslos, le daban un aspecto deseable y temible a la vez. Con pasos ligeros salió de la habitación, el recuerdo de lo que la mañana del día anterior había vivido, le hizo caminar aún más deprisa. Abrió la puerta que había al fondo del pasillo, pero su decepción fue grande cuando notó que los ojos que ahora se clavaban en los suyos no eran los ojos que él esperaba encontrar.
– ¿No sabes llamar a la puerta?– le preguntó el tipo que estaba dentro de la bañera. Era el mismo vaquero a quien él había ganado una importante cantidad de dinero, la noche anterior. No llevaba ahora el pañuelo rojo, y Red pudo ver lo que aquel pañuelo hasta entonces ocultaba: una cicatriz que le rodeaba todo el cuello.
Se disponía ya a darse la vuelta para salir, sin decir nada, cuando la voz del tipo lo detuvo.
– Yo ya he terminado, así que si quieres...
Se giró Red. El tipo se había levantado. Gotas de agua le chorreaban un cuerpo muy bien formado, con un pecho amplio al que se adherían unos suaves y mojados vellos dorados, un vientre liso, unos muslos también moteados de vellos rubios, y una polla que se mecía contra ellos y en la que aún quedaban restos de espuma.
Salió el tipo de la bañera y cogiendo una toalla empezó a secarse, sus ojos, en los que parecía brillar un suave color rojizo, fijos en el cuerpo moreno de Red, la mandíbula cuadrada mostraba una ligera tensión, que unos labios carnosos y algo agrietados contradecía.
– Bonitos calzones– dijo el tipo.
Pero Red no dijo nada, se limitó a llevarse las manos a la cinturilla y dejarlos caer. La serpiente oscura que tenía entre las piernas osciló con cierto descaro. Pasó Red junto al tipo que seguía secándose el cuerpo, sin dejar de mirar al vaquero de la cara marcada.
– No eres muy hablador ¿no?– preguntó este mientras Red se metía en la bañera.
– Es muy temprano para tener ganas de cháchara– se limitó a contestar; su moreno y recio cuerpo cubierto ya del agua jabonosa que el otro había dejado.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del vaquero de la cicatriz en el cuello, quien continuaba de pie, a menos de medio metro de la bañera, secándose el cuerpo, frotando ahora allí donde sabía que sus meneos conseguirían una rápida respuesta.
No era ajeno a esto Red, quien en la bañera, quizás también por el calorcillo del agua o quizás también por el recuerdo de lo que la mañana anterior había allí vivido. había empezado a notar cómo su polla empezaba a bucear. En esas estaba, intentando controlar que su culebra no se desmadrara, cuando la voz del tipo que seguía secándose junto a él, vino a interrumpir sus pensamientos.
– Será muy temprano para tener ganas de cháchara– repitió el tipo–, pero parece que no para otras cosas...
Levantó la vista Red, sus pequeños ojos negros fijos en los ojos rojizos del tipo, ojos que seguían atentos la evolución submarina de la culebra oscura del vaquero de la cara marcada. Alzó un poco las caderas Red, en vista de lo que tan descaradamente el tipo estaba buscando, y emergió del agua un capullo reluciente como luna llena en noche cerrada.
Viendo el tipo que aquella era una ocasión propicia, alargó la mano y la sumergió en el agua, hasta dar con la base de aquel bicho que en sus manos ahora palpitaba. La recorrió de arriba a abajo varias veces, viendo cómo el cuerpo oscuro de Red se estiraba en la bañera, gotas de agua recorriendo sus tensos músculos, los ojos fijos en la bicha que la mano derecha del otro ayudaba a emerger. El tipo siguió con aquella tarea, mientras con la izquierda recorría aquel torso que junto a él empezaba a respirar agitadamente, un torso en el que unas oscuras tetillas del color de las pasas, también se dilataban. La mano sumergida jugaba con unos huevos peludos, de gran tamaño, y luego volvían a subir por aquella serpiente que no paraba de aumentar su grosor. Y empezó un vaivén rápido, una subida y bajada frenética, un recorrer veloz aquella piel que unas venas cárdenas no paraban de hinchar, mientras que dos dedos de la otra mano pellizcaban el duro pezón. Se asombraba Red de la rapidez con que aquel tío actuaba, pero apenas si podía reaccionar, tal era la decisión que los actos del tipo mostraban, cuando una especie de rayo vino a sacudirlo desde sus huevos ya hinchados y duros, unos espasmos furiosos, un grito, y un chorreón de blanco líquido que vino a estrellarse en el rostro cuadrado de aquel tipo, cuya lengua intentaba sin mucho éxito recoger.
Quedó exhausto Red, y el agua de la bañera se fue calmando, cuando notó que el tipo se ponía en pie, y señalando la importante erección que lucía entre sus piernas, le preguntaba.
– Algo tendrás que hacer con esto, ¿no?
Iba a responder Red, pero el sonido de la puerta abriéndose, lo detuvo. Los ojos del tipo se volvieron, también los de Red, pero solo los de Red no soportaron la mirada de los ojos que ahora se clavaban en los suyos.
(continuará)

martes, 20 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 14

Capítulo 14
Menta y chocolate
Amanecía en el rancho de Albert Anderssen otro día más de aquel verano, cuando el joven Tommy empezó a sentir aquella húmeda caricia con la que solía recibir el día. Su cuerpo de azabache se agitó entre las revueltas sábanas blancas sobre las que había dormido; aún permanecía con los ojos cerrados, no le hacía falta abrirlos para saber que el viejo y solícito Heinz era quien se encargaba, con su boca desdentada, de ir despabilando la bicha que ya empezaba a levantar su cabeza de entre sus recios y negros muslos. Era esta una costumbre con la que Heinz le obsequiaba cada mañana, una dulce manera de empezar la jornada. Allí estaba el viejo criado, encorvado sobre aquella gruesa y negra polla que, debido a su juventud, respondía pronta a la suave boca del anciano. Un par de lametones más y alguna caricia en los duros huevos del muchacho bastarían para que este, alzando las caderas, acabara de vaciarse en la boca de Heinz, para quien aquel hábito formaba parte de una sana y estricta dieta. Se contrajo el musculado cuerpo del joven negro en espasmos rápidos y frenéticos y empezó a derramar su joven leche en el cuenco que hacía la boca del viejo, quien después de tragarse aquel jugo tan vigorizador, se incorporó, volvió a ponerse la dentadura postiza que había dejado a un lado y con voz severa apremió al muchacho.
– Vamos, no te hagas el remolón, tenemos una dura jornada por delante.
Y diciendo esto salió de la habitación.
Tommy estiraba su flexible cuerpo por las sábanas desordenadas de su cama; abrió al fin los ojos y lo primero que vio fue su lubricada polla descansando sobre su terso vientre. Se llevó una mano allí donde aún una gota de crema pendía, y con un dedo la extendió sobre su capullo. De un salto salió de la cama, se aseó, se vistió y se dirigió a la cocina, donde se encontró a su jefe, el exteniente Albert Anderssen. Verlo y darse cuenta de que no había pasado una buena noche fue todo uno.
– ¿No ha descansado, jefe?– preguntó el joven negro.
– Pues, no, Tommy, demasiado calor supongo.
– Pues yo he dormido como un tronco. Estaba agotado– contestó el joven con una sonrisa en los labios.
– Es normal que duermas tan bien– repuso Albert.
– ¿Y su amigo? ¿Aún duerme?– preguntó el joven.
Una sombra cruzó los ojos del exteniente.
– Ha tenido que marcharse muy temprano– mintió–. Tenía asuntos pendientes que resolver.
El viejo Heinz apareció en la cocina.
– ¿Asuntos pendientes?– preguntó al oír aquello, los ojos fijos en los de Albert–. Me quedé muy sorprendido al verlo anoche. No sé por qué ha vuelto. Nada se le ha perdido aquí.
Y es que el viejo Heinz era el único que conocía los verdaderos motivos por lo que, unos años antes, Eddie Forrester abandonó, de la noche a la mañana, aquel rancho en el que pasaba unos días de verano, con su compañero de academia militar y mejor amigo, el joven Albert, quien no pudo saber nunca el motivo de su repentina marcha, ni siquiera cuando se volvieron a encontrar al curso siguiente en la academia, adonde había acudido Eddie para recoger sus cosas, pues la dejaba. Cuando Albert quiso saber por qué se había marchado de su casa aquel día de primeros de julio y por qué iba a dejar la academia, Eddie no contestó, se limitó a pedirle que, por última vez hicieran aquello que tantos buenos ratos les había hecho pasar juntos, aquel pajearse mutuo con el que solían terminar las jornadas estivales. Fue entonces, en aquel último pajeo, cuando Albert vio aquella marca, como un bocado, en el interior del recio muslo de su compañero, marca que nunca antes le había visto. No podía dejar de mirar la marca mientras lo pajeaba por última vez. Cuando por fin se corrieron, Albert le preguntó cómo se la había hecho, pero de nuevo el silencio y el mutismo en el rostro de Eddie, quien como única respuesta, inclinándose sobre el pecho desnudo del amigo, lamió las gotas de semen que aún temblaban sobre aquella piel tan blanca. Se quedó sorprendido Albert de aquel gesto, el último gesto de su amigo Eddie Forrester, de quien hasta aquella aciaga noche no había vuelto a saber nada.
Y si los padres de Albert y el viejo Heinz nada le habían contado sería por algo.
Después de dar buena cuenta del desayuno marcharon los tres hombres al campo. Habían estado cuatro días fuera, cuatro días sin ocuparse de las tierras ni del ganado, un tiempo precioso que un rancho no se podía permitir.
Estuvieron toda la mañana trabajando bajo un sol abrasador. El joven Tommy era el más diligente; se admiraba Albert de la fuerza y resistencia del muchacho, y de aquel cuerpo bañado en sudor que brillaba como un diamante oscuro. Estaban en una de las tareas cuando la visión de una carreta y del polvo que esta levantaba hizo que pararan. A los pocos minutos tenían ante ellos el sonriente rostro del joven Li, el chico de confianza de la señora Glenda, aquel que tan bien había tratado la noche anterior al joven Tommy, quien al verlo se alegró mucho.
– Buenas tardes, señor Anderssen– saludó el joven.
– Buenas tardes, Li, ¿qué te trae por aquí?
– La señora Glenda me envía para hacerle entrega de algunas viandas que ha preparado.
– Oh, esta Glenda siempre tan atenta. Pues muchas gracias. Si no te importa, ¿puedes dejarlo en la casa? Tommy te acompañará.
El corazón del joven negro pegó un salto, esperaba que su jefe le hiciera el encargo al viejo Heinz, no a él. De un ágil salto, se subió en el pescante de la carreta, al lado del joven Li, no fuera a ser que se arrepintiera su jefe.
Marcharon los dos jóvenes rumbo a la casa. Por el camino charlaron y bromearon, aunque los dos tenían una sola cosa en la cabeza ninguno dijo nada. Llegaron a la casa y descargaron la carreta. La señora Glenda había sido muy generosa. Tendrían comida para una buena temporada.
– Trae– dijo Tommy a Li cogiendo la caja llena de verduras que este intentaba llevar y que debido a su peso tanto trabajo le costaba.
Li le pasó la caja y comprobó cómo se marcaban los músculos en los recios brazos del muchacho, los mismos brazos que tan vigorosamente lo habían abrazado la noche anterior. Iba Li detrás de Tommy, quien al soltar la caja en la despensa, prorrumpió en una sonora carcajada. Se sorprendió su acompañante, pues no sabía el motivo de tanta risa. Vio que Tommy se agachaba y cogía algo de la caja. Cuando este se giró, al fin pudo Li participar de la risa. El joven negro sostenía entre sus manos, a la altura de sus muslos un verde pepino de un tamaño considerable. Las risas de los jóvenes se confundieron en una sola.
– Me apostaría contigo cualquier cosa a que tú la tienes más grande– dijo Li.
Tommy levantó la verdura y le echó un vistazo. Sus recias manos la agarraban bien.
– No sé yo qué decirte.
– Pues si tú no lo sabes ¿quién lo va a saber?
Rió el joven negro la ocurrencia de su acompañante.
– Venga, salgamos de duda– continuó este mientras se acercaba a Tommy y le bajaba los pantalones.
El oscuro vergajo del joven se bamboleó al verse liberado de la tela, y empezó a crecer con las rápidas chupadas que le propinaban los finos labios del joven oriental, quien se ayudaba de sus diestras manos para lograr el reto que se había propuesto. Miraba divertido Tommy las maniobras de aquel muchacho tan solícito, mientras seguía sosteniendo en su mano la alargada verdura. A Li no le hizo falta dedicar mucho esfuerzo para que aquella polla adquiera el máximo de altura, grosor y consistencia, la misma polla cuyo capullo relucía ahora como la lámpara de un quinqué. Colocó Tommy la verdura junto a su miembro, menta y chocolate, deliciosa combinación, y no sabrían decir ninguno de los dos cuál era más grande, cuál más gruesa, tan reñida estaba la cosa.
– Espera– dijo el joven oriental, que no paraba de maquinar ideas.
Tommy miró divertido cómo este se bajaba los pantalones, le llamó la atención lo que colgaba de entre las piernas del amigo, aquel pequeño pájaro que también mostraba su pequeña alegría. Li se tumbó sobre la amplia mesa de la cocina y levantó las piernas, como había hecho la noche anterior en la sauna. Pudo ver Tommy aquellas nalgas doradas y lampiñas y el agujero rosado que en medio se le ofrecía, aquel agujero que los dedos finos y húmedos de Li empezaron a trabajar. Sintió que sus labios y que su polla engordaban más.
– Venga, prueba con el pepino.
Se acercó Tommy a la mesa y empezó a empujar suavemente la verdura contra el excitado agujero del muchacho, quien no dejaba de sonreír y de mirar a Tommy, a la vez que una de sus manos pellizcaba una de sus pequeñas y cobrizas tetillas. Fue Tommy metiendo suavemente la verdura en aquel horno que poco a poco se iba tragando, aquello le estaba poniendo a mil, y temía correrse de solo verlo, cuando le interrumpió la voz jadeante de su compañero.
– Sácala y mete la tuya.
No tuvo cuidado en sacar la verdura y en, de un certero golpe de cadera, meter su negra polla que estaba a punto ya de reventar. Seguía tumbado Li en la mesa de la cocina, las piernas muy abiertas, una mano sobando aún una de sus tetillas, la otra agitando su pequeña polla, cuando sintió la embestida que tanto estaba deseando. Tommy apretaba sus recias cachas, mientras que sus manos amasaban el torso delgado del muchacho que gemía bajo sus envites. Un latigazo le recorrió la espalda cuando sintió que un torrente de fuego líquido salía disparado por su polla, torrente que mojó las entrañas del joven oriental quien de placer se retorcía contra la dura madera de la mesa.
Cayó exhausto el joven negro, su fornido cuerpo sobre el delicado cuerpo de Li, mientras sus labios gruesos buscaban los finos labios de su joven amigo, quien con voz aún agitada le dijo:
– Has ganado tú, has ganado tú.
Siguieron un tiempo así recostados y jadeantes, prodigándose amorosas caricias, hasta que decidieron que ya era hora de regresar cada uno a su tarea. Mientras se componían las ropas, Li empezó a hablar.
– ¿Sabes que anoche, una vez que te marchaste, un tipo me preguntó por ti?
El corazón del joven negro saltó dentro de su amplio y reluciente pecho.
– ¿Un tipo?– preguntó intentando que su voz no pareciera ansiosa.
– Sí, un tipo alto, de buenas hechuras. Creo que es uno de los hombres de Brighton.
El corazón de Tommy seguía latiendo como la locomotora de un tren.
(continuará)








lunes, 19 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 13

Capítulo 13
Marcapáginas
En el saloon anexo al hotel donde se alojaban los tres jinetes, quedaban pocos clientes ya, los más borrachos o los más desesperados, que a veces viene a ser lo mismo. Paul seguía departiendo alegremente con Jacqueline en un extremo de la barra, mientras que Red seguía sentado solo en su mesa, aún tenía un asunto que aclarar y no solo no quería aclararlo antes de irse a dormir sino que también confiaba que la aclaración le ayudara a terminar lo que aquel día, de buena mañana, no había podido rematar.
Jacqueline ordenó al joven Len que fuera ya recogiendo algunas mesas pues ya eran, como hemos dicho, pocos los clientes que quedaban. Salió el chico de detrás del mostrador, camisa blanca ajustada y aquel delantal que cubría el motivo del nombre del chico. Empezó a recoger vasos y botellas vacías y a dejarlas encima del mostrador. Red seguía los movimientos del joven camarero con sus penetrantes ojos negros, un gesto serio y una mano apaciguando su entrepierna. Len había recogido ya todas las mesas y solo le quedaba la del vaquero de la cara marcada. Con paso vacilante se acercó a la mesa y, sin saludar, empezó a recoger. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando notó la mano de Red, trepando por sus muslos, oculta a las miradas indiscretas por la blanca tela del delantal. Cuando esta llegó allí donde más placer había, el muchacho se disponía a dejar una botella vacía en la plateada bandeja que sujetaba. La mano de Red recorría ahora el camino que separaba los dos prietos montículos que curvaban tan deliciosamente el blanco tejido.
– Quita tus manos de ahí si no quieres que esta botella te deje otra marca en la cara.
La voz del muchacho era firme y en sus ojos no había la menor sombra de duda.
Apartó Red la mano, lamentando la respuesta del joven que posiblemente se debía a lo que el propio chico había visto en el callejón trasero. Terminó Len de recoger la mesa y se marchó, sin volver a cruzar una palabra con el jinete de la cara marcada.
Así estaban las cosas y así tendría que aceptarlas, pensó Red, mientras se levantaba y se dirigía a la puerta que comunicaba el bar con el vestíbulo del hotel. Al pasar junto a Jacqueline y Paul dio las buenas noches. Len que estaba cerca de ellos ni siquiera levantó la vista.
Subió a su habitación. La luz estaba encendida, Johnyboy estaba en su cama, unos calzones grises como única prenda, y lo que más le sorprendió a Red, leyendo un libro. Apenas si levantó la vista del libro cuando Red lo saludó. El jinete de la cara marcada se dirigió a su cama y mientras se desnudaba, empezó a hablar.
No sabía yo que te gustara leer.
Por toda respuesta un murmullo.
– ¿De qué va el libro?
Johnyboy levantó la vista de las páginas de mala gana.
– Es la historia de dos tipos que se conocen en la guerra, uno le ha salvado la vida al otro y se han hecho inseparables... No te puedo contar mucho más porque lo acabo de empezar– contestó Johnyboy, pensando que con aquello lo dejaría en paz Red, quien había empezado a desnudarse hasta quedar en calzones, unos impolutos y sedosos calzones blancos.
Red se echó en la amplia cama y cerró los ojos con intención de dormir. Fuera apenas se oía nada a pesar de estar la ventana abierta pues hacía bastante calor. Un ruido en el patio trasero, alguien arrastrando una caja, le hizo a Red acordarse de lo que había pasado en aquel mismo lugar aquella misma noche. Algo se estremeció dentro de sus calzones de seda. Se dio media vuelta e intentó dormir.
Johnyboy estaba entusiasmado con el libro que le había prestado Mr. Bradbury. Había llegado bastante frustrado y decepcionado a la habitación después de lo que le había pasado en el cuarto vecino, menos mal que la lectura de la historia de aquellos dos amigos no solo le había hecho olvidar lo pasado sino que también le había sumergido en un relato que lo tenía completamente absorto. Nunca se hubiera podido él imaginar que aquel tipo de historias podían ser contadas. No sabía con cuál de los dos personajes principales quedarse, pues los dos le resultaban extraordinariamente atractivos, aunque quizás se inclinara un poco más por el capitán Drexter, con su disposición continua a ayudar a su joven camarada, el teniente Larson, y su apariencia tan varonil y sensible a la vez. Iban los ojos de Johnyboy devorando líneas cuando llegó a un pasaje que le dejó completamente turbado; era una escena en la tienda de campaña que compartían los dos oficiales. El día había sido duro, pero más duro para el más veterano, el capitán Drexter, quien se preguntaba por qué su compañero de armas, el teniente Larson, llevaba ya unos días mostrándose taciturno y distante con él, como si quisiera evitarlo. Se habían metido ya cada uno en su catre, catres que estaban muy juntos pues la tienda no era demasiado grande; tenían la costumbre de conversar un poco antes de dormirse, pero aquella noche, el capitán Drexter se sorprendió cuando vio que el teniente Larson, apenas un murmullo deseándole buenas noches, se giró y le dio la espalda. Esto intranquilizó aún más al capitán, quien estuvo un rato sin poder dormir, dándole vueltas a lo que podría ser que atormentara a su buen compañero. Mientras se debatía en cuál podría ser el motivo de la actitud de su compañero, sentía cómo este se agitaba y no paraba de dar vueltas en la cama. Era evidente que algo le pasaba a su amigo, pero no se atrevía Drexter a preguntarle pues temía una mala contestación o lo que era peor, una mirada de desprecio. Así pasaron uno minutos que se le hicieron interminables cuando la voz de Larson vino a sacarlo de sus pensamientos.
– Drexter ¿estás despierto?– oyó que le preguntaba el compañero.
El corazón le dio un bote en el pecho.
– Sí, ¿por qué?
Notaba la angustia en la voz del joven teniente, quien había vuelto a su mutismo.
Larson ¿te encuentras bien?– preguntó viendo que el otro no decía nada.
Entonces sintió una especie de sollozos. ¿Estaba llorando?¿Estaba llorando el teniente Larson?
Se incorporó en su catre y fijando la vista todo lo que pudo, no había mucha luz en el interior de la tienda, pudo ver cómo la espalda de su compañero subía y bajaba en desconsolado llanto. Se levantó y se acercó al catre del amigo. La poderosa espalda del teniente seguía con su movimiento incontrolable. Drexter posó una mano allí donde había quedado la marca del tiro que estuvo a punto de costarle la vida al teniente. Con las yemas de sus dedos la fue recorriendo delicadamente, como las caricias que una madre hace a su bebé. Sentía el calor del cuerpo del amigo y sobre todo sentía la rotundidad de su piel dorada, la misma piel dorada que ahora sus labios besaban, llevado no sabía muy bien por qué impulso. Notó que el amigo se tranquilizaba, que sus sollozos cesaban, mientras él seguía recorriendo con sus labios las suaves cordilleras de la espalda del teniente hasta ir descendiendo allí donde la espalda daba paso a unos montes aún más apetitosos, siguió bajando los labios, apartó la blanca tela que los tapaba, y fue descendiendo por aquel desfiladero en el que sabía que le esperaba una dulce emboscada. El teniente, rendido ante aquella poderosa arma, separó un poco las piernas, a fin de que los labios del capitán no encontraran ninguna resistencia. La visión de la puerta que encerraba lo único que ya Drexter tenía en mente, hizo que se aplicara con más empeño si cabe a lograr su objetivo. Su lengua se afanaba en recorrer aquel rosado botón que se abría y cerraba en cortos movimientos, movimientos que no impedían que poco a poco la húmeda lengua del capitán fuera penetrando, como penetra la fresca lluvia en la seca tierra. Siguió lamiendo, empleándose a fondo, tan obcecado estaba en su empresa, que se sorprendió cuando sintió aquellos espasmos de placer contraerse sobre su cara, seguidos de un olor acre y dulce a la vez, como leche recién ordeñada, y una mancha de líquido blanca que iba oscureciendo poco a poco las sábanas.
El corazón de Johnyboy bombeaba sangre a mil horas, una sangre que se acumulaba en un único sitio, allí donde sus calzones grises habían adoptado una curiosa forma, forma que no había pasado desapercibida para el otro huésped de la habitación, Red Cutface, quien había seguido la transformación de la tela desde su cama, los ojos entrecerrados, la polla chocando contra el duro colchón. Vio que los ojos de Johnyboy dejaban un momento el libro y pasaban a fijarse en él, quien seguía con los ojos entrecerrados, sabiendo que a aquella distancia, su joven jefe pensaría que estaba ya dormido, pero lo que acababa de ver no solo no le había quitado el sueño sino que lo había despabilado más, tanto como lo que a continuación vio.
Johnyboy se había bajado los calzones, lo que provocó que su polla dorada y contundente chocara contra el vientre; seguía con el libro en una mano, mientras con la otra empezaba a menearse aquel prodigio de la naturaleza y de la juventud. Red aplastaba la cara contra la almohada, pues era mucha la quemazón que seguía notando entre sus muslos, su polla iba a acabar haciendo un agujero en el colchón como no pudiera él aliviarla un poco. Entonces Johnyboy se giró, dándole la espalda, aún con el libro en una mano y con la otra meneándose el rabo, rabo que ya Red no podía ver, ahora veía las nalgas apretadas y delicadamente doradas del joven jinete, lo cual también le permitía agarrar por fin la culebra ardiente que serpenteaba entre su vientre y el colchón, a la que empezó a aplicarle un buen meneo, la vista fija en la espalda y el culo de Johnyboy, que a su vez también se pajeaba, ajeno al placer que su propia anatomía levantaba a escasos tres metros. Se corrió primero el joven y al instante el vaquero de la cara marcada quien apenas recobrado del esfuerzo, tuvo que disimular de nuevo la postura, pues ya Johnyboy había vuelto a colocarse boca arriba, el libro en una mano, los calzones cubriendo lo que hasta hace poco había estado a la vista. A pesar de que su joven jefe siguió leyendo bajo la tenue luz, Red sintió cómo el sueño le llegaba por fin, quizás por el sosiego que había conseguido tras aquel rápido meneo, del que buena cuenta daba una mancha que sombreaba la sábana.
(continuará)


jueves, 15 de mayo de 2014

Hombres marcados. Cap. 12

Capítulo 12
Las duras condiciones del capataz


La ira golpeaba el pecho de Eddie Forrester, quien espoleaba duramente a su caballo, camino a Goodland. Había logrado escapar por muy poco de una muerte segura, en realidad había logrado escapar por la piedad que había mostrado su excamarada Albert Anderssen, y aquel gesto de compasión última, en lugar de despertar en él agradecimiento, había encendido aún más la rabia y el resentimiento que escondía en lo más profundo de su corazón.
A pesar de que era ya noche cerrada, algunos garitos de la ciudad aún estaban abiertos. No tenía ni ganas ni sueño, solo el deseo de venganza, un deseo negro como un alacrán que le mordía las entrañas. Detuvo su caballo en el único bar que aún quedaba abierto y entró sin saber muy bien qué buscaba allí.
El local estaba atestado de tipos que bebían, reían y gritaban. Eddie encontró un lugar apartado en la barra y pidió una botella de whisky a la joven rubia y escotada que le sonreía detrás del mostrador. El primer vaso cayó rápido, y el segundo; ya el tercero reposó un poco de más tiempo entre los rudos dedos del forastero.
Junto a Eddie había un tipo, un tipo muy corpulento, con unos anchos antebrazos cubiertos de oscuros vellos, que no le había quitado ojo desde que este entró; la mirada vacuna del tipo recorría la camisa de Eddie, que se le pegaba a su fornido torso, debido al sudor de la cabalgada.
– Pareces sediento, muchacho– se dirigió el tipo corpulento a Eddie.
Eddie le lanzó una mirada rápida. Aquel tipo, que le sacaba un par de palmos, parecía un oso, uno de esos osos grandes y peludos de las montañas. Llevaba una camisa a cuadros, abierta hasta medio torso, torso del que salían oscuros y rizados pelos.
– He cabalgado mucho– se limitó a responder Eddie.
– ¿Qué te trae por aquí?– se animó a preguntar el tipo, a quien la visión del torso del forastero le resultaba muy excitante.
– Trabajo– contestó Eddie.
– Me figuro que eres vaquero, y por tu aspecto, yo diría que un buen vaquero.
Eddie asintió mientras se llevaba el vaso a los labios.
– Pues estás de suerte. Yo te puedo ofrecer uno– añadió el tipo.
Eddie le lanzó una mirada, ya se imaginaba él qué clase de trabajo le podía ofrecer.
– Mi nombre es Oliver Collegy, pero todos me dicen Bigbear– se presentó extendiendo su mano hacia Eddie–. Soy capataz de Sean Brighton. No sé si te suena.
Al oír aquel nombre, Eddie sintió que a lo mejor aquel sujeto llevaba razón, a lo mejor empezaba a estar de suerte.
– Sí, algo he oído. De hecho, mañana pensaba acercarme hasta su rancho para solicitar un puesto.
Bigbear sonrió ufano, su mirada vacuna fija en el rostro barbado de aquel vaquero que ahora parecía mostrar más interés.
– No tienes que esperar a mañana, muchacho.
De un solo trago Bigbear apuró su vaso de whisky.
Eddie cogió su botella y volvió a rellenar aquel vaso que acababa de vaciarse.
– Pues sí, ¿para qué esperar a mañana?
Estuvieron bebiendo un buen rato, hasta que se terminaron la botella que Eddie había pedido y otra que pidió luego el tipo. Eddie le estuvo contando los lugares en los que había trabajado. Bigbear asentía y no dejaba de recorrer con su vista vacuna el fornido cuerpo de aquel forastero del que, ya lo sabía, esperaba mucho. No en vano, Sean Brighton necesitaba tipos como aquel, tipos poseídos por una rabia y una ira que, bien encauzadas, podían dar mucho juego.
Cuando terminaron la segunda botella, decidieron salir del local. Iba a pagar Eddie pero Bigbear con una sonrisa presuntuosa se lo impidió:
– Aquí tengo barra libre, es uno de los garitos del patrón.
Eddie volvió a pensar que había tenido bastante suerte en haber entrado en aquel local y haberse encontrado con aquel tipo. Era consciente también de lo que posiblemente tendría que hacer,pero cualquier sacrificio merecía la pena si con eso lograba calmar aquel alacrán que seguía palpitando dentro de su pecho.
– ¿Dónde paras?– le preguntó Bigbear a Eddie.
Era la segunda vez en aquella noche que le hacían esa pregunta.
– Acabo de llegar, había pensado acercarme a la rivera del río, llevo varios noches durmiendo al raso, ¿qué más da otra?
– ¿Qué dices?– le interrumpió Bigbear–. Un vaquero de Sean Brighton no duerme al raso, a no ser que esté trabajando. Mira, muchacho, esta noche es tu noche de suerte. Yo pensaba acercarme al rancho,pero ya es tarde, así que me quedaré aquí al lado. Brighton es el dueño del mejor hotel de la ciudad, y allí tengo siempre preparada una habitación. Es amplia y confortable. Seguramente estarás deseando descansar en una mullida cama después de lo que me has contado.
– Desde luego que, como usted dice, hoy es mi noche de suerte.
Montaron en sus respectivos caballos y después de un corto paseo llegaron a las puertas de un gran y lujoso hotel. Se sorprendió Eddie al ver aquel edificio, completamente iluminado, y pensó que mucha pasta tenía que tener el tal Brighton si aquel hotel era suyo. Descabalgaron y un chico negro se llevó sus monturas. Entraron en el hotel. Bigbear se acercó a la recepción.
– Buenas noches, Peter– saludó.
– Buenas noches, señor Collegy– le contestó este mientras le alargaba una llave.
Subieron por unas escaleras y llegaron a la última planta.
– Aquí, muchacho, solo hay dos habitaciones, la del señor Brighton y la mía.
Abrió una de las puertas que había en el pasillo y al encender la luz, Eddie pudo ver la más lujosa habitación que jamás habían contemplado sus ojos. Una amplia cama ocupaba el centro del cuarto, la cama más grande que jamás había visto.
Pasó dentro y oyó cómo el tipo que le acompañaba cerraba con llave la puerta; le sorprendió aquel hecho, pues si aquel hotel era de su patrón y él era la mano derecha de este, ¿a qué tantas precauciones?
– ¿Qué? ¿te gusta?– oyó que el tipo le preguntaba.
Se giró Eddie y notó esa mirada vacuna sobre sus ojos negros.
– Mucho– contestó.
– Mucho– oyó que repetía el tipo, acercándose más a él.
Eddie notaba el calor que aquel corpulento cuerpo desprendía, aquel cuerpo que cada vez estaba más cerca del suyo, aquel cuerpo grande y peludo que ahora casi lo rozaba.
– Mucho– volvió a ver que decían aquellos labios gruesos que ahora se acercaban a sus labios.
Eddie apartó la cara y levantó la mano cerrada en un tenso puño... Fue un gesto instintivo, un gesto que le podía haber costado caro pero que, al contrario de lo que en un principio pensó, al final le facilitó las cosas, pues aquel gesto de rechazo, el puño apretado, transformó por completo al tipo quien se había puesto ahora de rodillas y suplicaba, con voz quejosa, que no le pegara.
Se sorprendió Eddie de aquello, pues si el tipo quisiera, de un solo manotazo podría obligarlo a hacer lo que aún no sabía si estaba dispuesto a hacer. Pero viéndolo así, comprendió lo que aquel tipo tan grande y aparentemente peligroso estaba pidiendo.
Con un movimiento rápido de caderas Eddie tiró al tipo hacia atrás, logrando que este cayera sobre la alfombra que cubría aquella parte de la lujosa habitación. El tipo se limitaba a gemir y a decir no no, como una rata asustada. Logró darle la vuelta Eddie, no sin esfuerzo, y Bigbear quedó tumbado boca abajo. Una mano de Eddie le agarró la cabeza y aquel gesto le recordó lo que poco tiempo antes había pasado en la habitación de Albert, excitándolo sobremanera.
Con la otra mano, pegó un tirón hacia abajo del pantalón del tipo que ahora se agitaba debajo de él, sin oponer, la verdad sea dicha, demasiada resistencia. Un culo peludo y grueso asomó de entre la tela del pantalón; nada tenía que ver aquel culo con las cachas blancas y firmes de Albert, pero Eddie no tenía tiempo para contemplaciones, aquello es lo que había y él estaba dispuesto, no había otra, a darle lo que estaba pidiendo. Bigbear seguía balbuceando y gimiendo con pequeños grititos. Eddie se sacó su polla, que al recuerdo de lo que había pasado aquella misma noche, mostraba una dureza y una disposición extraordinarias. Escupió en su mano, y un par de dedos se perdieron en la blanda y peluda carne de aquel tipo que seguía gimiendo. No esperó mucho más Eddie para clavar su miembro sediento en aquel culo que ahora se había levantado, a fin de facilitar la tarea que tanto le estaba excitando. Cerró los ojos Eddie, en su mente las límpidas nalgas de Albert, su cuerpo delgado y blanco, su polla que tan bien respondía a sus deseos. Seguía Bigbear gimoteando, mientras notaba cómo aquel forastero le perforaba el culo con una furia que nunca antes él había encontrado, furia que lo llevaba a un estado que ya empezaba a sentir en lo más profundo de sus entrañas. Eddie seguía cabalgando aquella montura inmensa, tan distinta a la ligera montura de Albert, aunque también más entregada, pues podía notar cómo el culo de aquel oso peludo le aprisionaba con inusitada fuerza su miembro a punto ya de estallar. Sentía Bigbear cada acometida del fogoso forastero y se mordía los labios pensando que seguía teniendo muy buen ojo para escoger, cuando ya una explosión caliente y densa vino a sacarle de aquellos pensamientos obligándole a abandonarse por completo a esas convulsiones que ahora sacudían su enorme cuerpo. Eddie, que ya quería terminar con aquel trámite, soltó un aullido cuando notó que ya se venía entero, pensando que ni el semen de diez corridas suyas podía rellenar todo aquel agujero que se contraía y dilataba en rápidos espamos.
Quedaron los dos tipos exhaustos, Eddie sobre la ancha espalda de Bigbear, de cuya boca entreabierta un hilito de saliva mojaba la mullida alfombra.
(continuará)